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miércoles, 5 de enero de 2011

Caricias acordonadas.


Oh violín tu que me violas constantemente con el metal acuoso de tus cuerdas sonando dentro de mi cerebro, vas congelando mi medula in el interior de unos huesos que tiemblan con el simple hecho de escucharte. Mientras mi cuerpo me transporta ingrávido a otro lugar mientras permanezco embelesado contemplando las curvas de tu figura.

Suena música clásica en una noche como es la de hoy, tan mágica que todos los niños de la gran ciudad eran por la tarde pequeños adultos cargando con sus padres y sus escaleras, de todos los tamaños y distintos materiales. Una horda de diminutos trepadores de estrellas y recolectores del azúcar de los que siguen mezclando el sueño con el dulce caramelo.

Vendrán los camellos allanando nuestras moradas para dejar a su manera los regalos escogidos y las sonrisas de todas las edades volverán inocentes como cada año en esa misma mañana, impaciencia rajando tantas envolturas como cabria encontrar dentro de un cementerio de árboles a tamaño mundial, ilusiones rotas y esparcidas entre la frustración de juntar todos los pedazos alternadas con alegres deseos cumplidos. La suerte es una rastrera compañera que por una noche se vende al mejor postor como una vulgar ramera cualquiera.

Y yo como cada año comenzaré mi propia lucha personal, tapiaré las puertas y cavaré trincheras por toda la casa donde pueda salvaguardarme de las largas manos de los reyes, que no son más que la estampa buena y amable de sus adversas intenciones… roban la felicidad del resto del año dejando exclusivamente un efímero recuerdo que tan sólo perdura el resto del día. Al siguiente, más dura y cruda realidad en raciones individuales y esta vez, sin papel de colores.

Pero prefiero mis mañanas que ahora se visten libres entre las trompetas y los saxos… quizás un seductor chelo acompañado por un buen piano en la ducha mientras el café va encontrando su propio aroma a fuego lento y cientos de noches mecido en el arrullo de un violín que con sus sinceros lamentos me condena al placentero sosiego de los hombres de hielo que en pleno invierno no hacen más que sonreír abiertamente frente a ese viento que les convierte en algo más, en parte concreta del frío. Un velo fino que desaparecerá cuando llegue el momento, pero ahora es feliz porque a estas alturas es el rey de la ciudad que llena de humo las aceras.

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