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domingo, 14 de abril de 2013

La memoria perdida.



Olvide los principios, eso de escribir sin pensar, sin parar, sin detenerme por nada ni nadie. Lo hice hace tiempo cuando por circunstancias tuve que limitar mis palabras para no exceder un número finito de caracteres. Entonces tuve que escoger y decidí meter mis relatos en cápsulas enceradas para establecer un sistema de monodosis.

Comprimir es fácil, incluso se puede decir que sencillo… es como bajar una cuesta en punto muerto. Dejas de acelerar y te dejas ir… cuando vas demasiado deprisa pisas un poco el freno y el cerebro se ralentiza junto al resto del cuerpo.

O haces eso ó luego te pasas el rato a machetazos mutilando algo grande para que entre en un ataúd pequeño. Deje de ser aire para ser algo más liquido. En los días buenos soy como cualquier alcohol, en los malos ni siquiera el mejor puré cemento que ningún paladar decente pueda tolerar.

Pero en ese viaje tabulado perdí la esencia de escuchar la propia música de las teclas, de escuchar a tu cerebro en silencio mientras te dicta una historia olvidada en un bolsillo, de una verdad o cualquier mentira sacada de la chistera del único mago que no conoce el término paro.

Sigo sin ser Pinocho, gracias a no ser de madera, cosa también útil si lo relaciono a que me he pasado más de media vida conviviendo con el fuego y sus derivados. Todo un logro si pienso que no soy ningún pirómano salvo por las barbacoas, alguna ciudad arrasada y unas cuantas antiguas amigas convertidas en cenizas junto a muchos de sus recuerdos.

Ahora me cuesta volver a correr en los prados que nunca se acababan, de escuchar algo más que el incomodo silencio de las madrugadas dentro de peceras con plantas de plástico. Ya no quedan estrellas en el firmamento y si asomas la cabeza a la calle descubres que el cielo ya no es el techo centelleante que brillaba en los veranos de mi pasado rodeados del verde opaco de la mancha y demasiado amarillo reseco.

Ya no vienen los duendes a traerme cuentos con sus chillonas y diminutas voces. Ni tampoco me quedan musas con las que dialogar madrugadas enteras esperando al amanecer. Hay tanto nuevo y tan poco viejo que cuando miro al espejo a veces encuentro a un desconocido desconcertado y distraído. Perdido como los ancianos en los asilos y los niños en los grandes supermercados… yo que siempre encontraba la salida y la excusa perfecta.

Me siento y espero a que la inspiración venga entre suspiro y suspiro. Entre sístole y diástole esperando a que un nuevo hijo llegue rompiendo el silencio con su mecánico llanto de desesperación. A veces soy padre y otras un extraño de otra familia. Pero sigo intentándolo casi a diario. Me pongo delante del cursor y cuento las pulsaciones sin dejar de mirar hasta que llega el cansancio ó que la pantalla se llene casi sin pensarlo de citas inconexas y desvaríos propios de un lunático.

Después cierro los ojos y vuelvo a mi pasado. A ese momento de la tarde en el que todo español se echaba la siesta y yo me refugiaba dentro de las páginas de un libro, o de un comic, o de cualquier cosa que pudiera devorar hasta gastar el tiempo del sol sobre nuestras cabezas.

El placer de leer algo concebido es parecido al de comer pan recién horneado. Primero chisporrotean las yemas, el corazón se acelera y la lengua se desliza suavemente sobre su premio percibiendo cada ángulo y cada curva que se precipita por el hueco que queda en los ojos. Directamente al estomago donde si sienta bien puede que de sueño, por aquel entonces dormía muchísimo mejor que ahora, pero también es cierto que aquel momento ni siquiera sabía ni la mitad de lo que se. Quien sabe si en el futuro encontrare la capacidad de volver a extenderme como un virus sin cura.

Quizás me baste con reconocer al tío del otro lado del espejo y ser yo quien se refleje en sus pupilas y en las mías. Sino… no importa demasiado, los mejores diálogos siempre los he tenido con desconocidos que nunca vuelvo a ver salvo rara vez en la vida.

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