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sábado, 4 de mayo de 2013

Juegos de guerra.



No dejan de sonar el metal en lo que dura un combate iniciado al amanecer y que concluye al agotarse el turno de comida, hasta entonces la batalla no tiene piedad sobre ninguna de las partes. Los que andan en el barro pierden siempre algo de lo que estén buscando, los más preparados llevan la confianza encima… no queda nadie completamente entero cuando llega la hora de salir de las trincheras, el que aún puede andar es el rey de los lisiados, porque aunque ya no le quede alma, puede volver a casa con una sonrisa digna de un trabajo bien realizado.

Al día siguiente seguro que vuelve la guerra a morder la paz hasta hacerla trizas, los que viven a diario en el frente siempre andan con una vida de menos en el saco. Los nudillos raspados y quemaduras salpicadas como la piel de un leopardo son marcas sin el valor de las medallas que sin embargo, cuestan más que ellas impregnadas en el dolor de recibirlas y el recuerdo de todos los ácidos que vendrán en post de ella. El calor a media mañana ya alcanza las cifras del infierno mientras sólo un ejército de locos se dispone al asalto/defensa a la hora del almuerzo.

Los refuerzos del enemigo nunca paran de llegar a oleadas que golpean nuestra cueva, dentro no dejamos de responder al fuego de sus deseos y como la pistola de un idiota, acertamos sin fallar pero sin dejarles sin aliento hasta después del postre, no hay jamás suficiente maldad como para no conceder al hambriento un indulto por cortesía profesional.

Llueven papeles mientras bailamos lanzando disparos, cumplimos las ordenes hasta el cese del fuego que nunca llega con una bandera blanca salvo rara ocasión. Respondemos a cada andanada con otra que se que se le parezca desde el centro de nuestro universo, tenemos estrellas y también tenedores, por supuesto no faltarán cucharas ni tampoco cojones, los cuchillos siempre cerca y afilados como el alma de un vampiro… no hay miedo al fuego, porque ya forma parte de nuestro credo, el batallón suicida predilecto donde pocos querrían estar y en cambio para otros sería hasta un sueño.

Casi nadie sobrevive a la condena sin perder la poca cordura que le pudiera quedar en el fondo de sus bolsillos, pero los que lo logran de alguna forma brillan hasta caer el sol y ya en el firmamento se convierten en especie de constelación con leyenda incluida. El tiempo pasa despacio o muy rápido depende del servicio técnico, ya que como en casi todo sólo importa la concentración y la energía. Los hay hasta que llevan cadenas atadas a una esclavitud tan voluntaria como consciente y aunque siempre haya un inconsciente la experiencia guía el barco hasta el siguiente destino.

Hay muy pocos capitanes que sepan llevar el mando mientras sonríen esquivando todo lo que se le venga encima, mueven las manos y los pies por separado sin perder la cabeza y nunca se quedan quietos, tienen un corazón nuclear y los ojos perdidos en el horizonte. La calma siempre llega después de un buen combate, dura al menos unos segundos y después vuelve a comenzar el ciclo hasta que alguien baje del cielo y nos deje ocupar su puesto en el firmamento. Entonces sólo cambian las cosas de lado la historia sigue sucediendo hasta que se deje de oír la tormenta de platos.

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