Se escurre la noche por los aleros de los edificios, chorrea
manchando las paredes de negro como si el hollín de las chimeneas empezara a
descender hacia el suelo, lo engulle todo desde las aristas a los recovecos más
ocultos, repta por encima de los alambres de espino sin hacerse daño alguno.
Avanza como un enemigo silencioso que sólo teme al sol con
su día, acaricia la tierra durante las horas en que es solo suya, la gente
duerme, pero la luna siempre logra escaparse. Baila en las alturas mientras
contempla las estrellas, soñando con un día más… gastando uno menos.
Desde que los gatos se escaparon de la ciudad, los ratones
han vuelto. Tan pequeños e inofensivos, controlan como peones cada rincón del
tablero. Dominan las torres y aterran a los caballos, los caballeros de
brillante armadura hace siglos que reposan sobre sus cenizas. Los reyes y reinas
ya no comen perdices desde que el divorcio está bien visto.
El juego se ha perdido, aunque todavía quedan lunáticos repartidos
por todo el mundo, sueñan despiertos y desafían a la oscuridad como
centelleantes velas que nunca se apagan. Sus ojos vacios siguen brillando como
ascuas, por muy ahogados que anden en un vaso o caminen a tientas por las
tinieblas. No hay miedo cuando nada te pertenece… ya no queda casi nada que
salvar.
La ayuda es algo que se mendiga ya solo por la tele con soporíferos
anuncios que rozan más el chantaje que la realidad, demasiada gente clamando
clemencia cuando la macula desapareció extinguida junto a los primeros animales
del siglo XIX. Sin moderación nada puede librarse de acabar consumida. El
desgaste de los errores es la única forma de no buscar la solución.
Pules las cosas hasta que valen… sino queda el autoengaño
para compadecerse.
La noche sigue avanzando.
La mayoría de las noches los marcianos aúllan al otro lado de la
ventana, pero tú siempre les dices que no estás en casa. Se van alicaídos, pero
al día siguiente vuelven a probar suerte.
Las balas dejaron de volar, la guerra permanece latente como
un volcán dormido bajo toneladas de tierra. Esperando al alivio, duerme
mascando rocas que funde con su lengua. Pompeya fue su última gran obra,
resumida en cien mil palabras. Al final siempre se conoce una historia aunque
la narren cien personas distintas. Cada una aporta algo, otras se lo llevan. En
la trinchera casi todos los días hace fresco. Las paredes rezuman sudor y
miedo. Tiemblan frente a los proyectiles que hacen bomba antes de caer. Cada
noche es distinta… cada mañana igual.
Al mediodía las ambulancias siguen evacuando victimas de sus
trabajos, la pandemia se extiende como el mazo entre los adolescentes. La
tristeza es la flor más características de las calles que engullen estrés. Al rozar el sol su cenit, las sombras vuelven
a la carga de nuevo como los alfiles y sus flechas. El casco pesa
demasiado la mayoría de las veces porque el asesino de la tele sigue
extrayendo cerebros mientras la gente duerme.
Roba los sueños y hasta sus materializaciones. No deja
rastro ni pruebas con sus jeringuillas y sus nieblas. Se lo lleva todo
incluyendo los recuerdos. En la gran ciudad los adultos ya no se acuerdan siquiera de cuál era su mejor
juego. Apuestan su dinero sin llevar su canica favorita en el bolsillo.
Han perdido la esperanza, camuflándola de suerte y desgracia. De las primera la
mayoría de las veces no supera el cuarto de hora por las mañanas.
Después todo es sencillo. Te reclinas en tu asiento y
esperas a que llegue el ocaso y sus falsos sueños. Te vas al sobre dejando el
ancla echada para que no avances hacia tu destino. Todos los años renuevas el
pasaporte, pero nunca ponen ningún sello. El tiempo no se demora por nadie, el
tablero va perdiendo su moteado característico
y cuando el suelo es igual que el vientre de una bestia azabache, todos los
luchadores pelean sin importar los colores, ni la reglas.
Luchan por el honor perdido y por las batallas perdidas, por
todas esas princesas en manos de subnormales y en los pobres gilipollas que nunca
conocerán a su pareja perfecta porque andan alelaos buscando una naranja. Los del 82 siguen
trabajando a pico y pala como perfectos mineros incorruptibles e inagotables.
Pican y apuntalan camino al centro de la tierra con el anhelo de que ella les
diga que si les esperaba.
El rey defiende su castillo con redes de hombres tejidos
entre ellos, son una cota de malla, tan resistente
como lo sean sus corazones y su poder de convicción. Los lunes por las mañanas todos saben mentir
en el espejo, porque únicamente los sábados son capaces de confundir hasta a un
reflejo. Cargas el arma con el cuidado de un amante que se prepara por su próximo
encuentro. En la trinchera sigue haciendo frío, pero al este comienza a avanzar
sus torcidos rayos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario