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lunes, 18 de abril de 2016

Menú infinito hasta agotar existencias.

Se escurre la noche por los aleros de los edificios, chorrea manchando las paredes de negro como si el hollín de las chimeneas empezara a descender hacia el suelo, lo engulle todo desde las aristas a los recovecos más ocultos, repta por encima de los alambres de espino sin hacerse daño alguno.

Avanza como un enemigo silencioso que sólo teme al sol con su día, acaricia la tierra durante las horas en que es solo suya, la gente duerme, pero la luna siempre logra escaparse. Baila en las alturas mientras contempla las estrellas, soñando con un día más… gastando uno menos.

Desde que los gatos se escaparon de la ciudad, los ratones han vuelto. Tan pequeños e inofensivos, controlan como peones cada rincón del tablero. Dominan las torres y aterran a los caballos, los caballeros de brillante armadura hace siglos que reposan sobre sus cenizas. Los reyes y reinas ya no comen perdices desde que el divorcio está bien visto.

El juego se ha perdido, aunque todavía quedan lunáticos repartidos por todo el mundo, sueñan despiertos y desafían a la oscuridad como centelleantes velas que nunca se apagan. Sus ojos vacios siguen brillando como ascuas, por muy ahogados que anden en un vaso o caminen a tientas por las tinieblas. No hay miedo cuando nada te pertenece… ya no queda casi nada que salvar.

La ayuda es algo que se mendiga ya solo por la tele con soporíferos anuncios que rozan más el chantaje que la realidad, demasiada gente clamando clemencia cuando la macula desapareció extinguida junto a los primeros animales del siglo XIX. Sin moderación nada puede librarse de acabar consumida. El desgaste de los errores es la única forma de no buscar la solución.

Pules las cosas hasta que valen… sino queda el autoengaño para compadecerse.

La noche sigue avanzando.  La mayoría de las noches los marcianos aúllan al otro lado de la ventana, pero tú siempre les dices que no estás en casa. Se van alicaídos, pero al día siguiente vuelven a probar suerte.

Las balas dejaron de volar, la guerra permanece latente como un volcán dormido bajo toneladas de tierra. Esperando al alivio, duerme mascando rocas que funde con su lengua. Pompeya fue su última gran obra, resumida en cien mil palabras. Al final siempre se conoce una historia aunque la narren cien personas distintas. Cada una aporta algo, otras se lo llevan. En la trinchera casi todos los días hace fresco. Las paredes rezuman sudor y miedo. Tiemblan frente a los proyectiles que hacen bomba antes de caer. Cada noche es distinta… cada mañana igual.

Al mediodía las ambulancias siguen evacuando victimas de sus trabajos, la pandemia se extiende como el mazo entre los adolescentes. La tristeza es la flor más características de las calles que engullen estrés.  Al rozar el sol su cenit, las sombras vuelven a la carga de nuevo como los alfiles y sus flechas.  El casco pesa  demasiado la mayoría de las veces porque el asesino de la tele sigue extrayendo cerebros mientras la gente duerme.

Roba los sueños y hasta sus materializaciones. No deja rastro ni pruebas con sus jeringuillas y sus nieblas. Se lo lleva todo incluyendo los recuerdos. En la gran ciudad los adultos ya no  se acuerdan siquiera de cuál era su mejor juego.  Apuestan su dinero  sin llevar su canica favorita en el bolsillo. Han perdido la esperanza, camuflándola de suerte y desgracia. De las primera la mayoría de las veces no supera el cuarto de hora por las mañanas.

Después todo es sencillo. Te reclinas en tu asiento y esperas a que llegue el ocaso y sus falsos sueños. Te vas al sobre dejando el ancla echada para que no avances hacia tu destino. Todos los años renuevas el pasaporte, pero nunca ponen ningún sello. El tiempo no se demora por nadie, el tablero va  perdiendo su moteado característico y cuando el suelo es igual que el vientre de una bestia azabache, todos los luchadores pelean sin importar los colores, ni la reglas.

Luchan por el honor perdido y por las batallas perdidas, por todas esas princesas en manos de subnormales y en los pobres gilipollas que nunca conocerán a su pareja perfecta porque andan alelaos  buscando una naranja. Los del 82 siguen trabajando a pico y pala como perfectos mineros incorruptibles e inagotables. Pican y apuntalan camino al centro de la tierra con el anhelo de que ella les diga que si les esperaba.


El rey defiende su castillo con redes de hombres tejidos entre ellos,  son una cota de malla, tan resistente como lo sean sus corazones y su poder de convicción.  Los lunes por las mañanas todos saben mentir en el espejo, porque únicamente los sábados son capaces de confundir hasta a un reflejo. Cargas el arma con el cuidado de un amante que se prepara por su próximo encuentro. En la trinchera sigue haciendo frío, pero al este comienza a avanzar sus torcidos rayos.


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