La vida sin sonido debe de ser igual de triste que un
cementerio floreado en blanco y negro. Desde que llegó a la gran ciudad sus días
se habían llenado de ruido por el día y de música al caer el sol. Las noches
allí podían llegar a no tener final hasta que saliera el sol y aún así después de
eso siempre quedaba un lugar donde la bajada fuese tan paulatina como el
descenso de una playa hasta llegar a la orilla del mar una mañana cualquiera de
verano.
No importaba en gran medida el sitio, quizás si la compañía
pero en el tiempo que llevaba viviendo en Madrid había reclutado un buen número
de hijos de la noche dispuestos a disfrutar de la oscuridad antes de que
despuntara el alba.
Luego sólo le quedaba ese cuarto en su casa que había
aclimatado para recargarse con el sonido durante las horas diurnas. Que no era
otro que su cuarto de baño, enchufaba la música y se metía en la mampara de la
ducha a sentir el ritmo mientras el agua caía. El menú lo decidía su estado de ánimo,
pero todos los desayunos le sentaban igual de bien en ese sitio. Y es que se
nutría de ella por cada poro mojado como una esponja hace lo propio con el
agua.
Violines y guitarras le cortaban la respiración, la percusión
le devolvía la vida… el piano también le divertía al sentir sus notas corretear
sobre el como hormigas. Adicto se quedaba corto cuando su caso se exponía ya
que ni la clásica se le resistía y es que había para el un horario propicio
para cada melodía reservando las mejores sinfonías para los domingos por la
mañana puesto que no existía mala resaca que se resistiese a la armonía de sus
acordes.
Pero sus mejores conciertos sonaban de madrugada donde los
graves traspasaban su alma hasta convertirle en un títere del sonido que sigue
el compás hasta que la fiesta se acaba y sigue el ritmo hasta la próxima sala
abierta, donde le espere el siguiente demonio que le pregunte donde esta la
felicidad del que cuenta estrellas al caer el sol.
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