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domingo, 23 de junio de 2013

El tren.



Coloca sus días en fila india y afila su espada, cuando llega otro lo pone en su lugar y sigue con su labor de frotar el acero contra la piedra, lleva años haciéndolo y todavía continua con el miedo de no hacerlo bien muy a su pesar. Busca el filo perfecto, aquel capaz de cortar algo de forma tan limpia de que si juntas de nuevo los pedazos se vuelvan a unir sin dejar ni marca.

Teóricamente se puede hacer con materiales orgánicos, pero en su afán por la superación piensa lograrlo con el resto de objetos. Todo lo que no tenga utilidad pasará por la quilla, remediar el daño será algo más complicado de deliberar sin duda alguna. No pierde ni un ápice de sus esperanzas mientras continua con su monótona función a lo largo de la hoja.

Saca el filo mientras su bello se eriza y los dientes se encajan entre ellos como si fueran cepos para lobos. Pule cada gramo mientras escucha al metal como quien sintoniza una emisora. Algunas pasadas la voz suena cristalina como la nota de un violín… otras tantas se enturbia y tiene que darle la vuelta y seguir por el otro lado hasta igualar las ondas. Cuando el concierto empiece, piensa talar todos los días desde ese momento en adelante y en el instante que alguno se quebré sin llegar a partirse, volver de nuevo a preparar la siguiente oleada de combates.

Repasa y escucha como afina su instrumento, ese que duerme el sueño de los justos porque no hay ninguna guerra cerca. Lleva tanto tiempo en la paz, que la sangre que vivía en los poros de su filo ya ni huele a matanza y las migas que llora, ni siquiera tiñen el agua. Duerme como un niño que tacharía meses enteros sin salir de la cama porque su sed se apago con su último duelo. Entonces guarda la calma debajo de la cama pero a la bestia la lleva encima, enclaustrada dentro de la prisión de sus costillas.

El día que vuelva, ella vendrá volando atraída por un alma tan impía como un imán eléctrico. A más rabia, antes llegará y cuando lo haga no quedará títere con cabeza. Odia las cuerdas tanto o más que las cadenas, cree que la libertad es una mentira disfrazada. Oye la memoria de las refriegas resonando en el interior, siente su silueta estremecerse a cada pasada, estilizándose como las cuchillas de afeitar, empieza a cortarse el aliento en el ambiente y los pelos huyen al posible afeitado. Envaina a su chica y la deja descansar, mientras piensa en el placer de sesgar los días como quien tacha los días del almanaque, lo visualiza y sonríe como un niño que sueña en estrenar sus zapatillas nuevas.

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