Cuando quiso darse cuenta de la realidad se encontró en una
isla en medio del océano. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí,
pero tampoco le importaba en absoluto estar en soledad, porque en ese lugar
nunca había silencio y eso en el fondo le encantaba.
Si prestaba atención a ese páramo de tierra, le ofrecía el
sonido armonioso de cientos de pájaros que entretejían sus trinares hasta
convertirlo en una tupida melodía que lo regaba todo de una jovial algarabía digno
de los más concurridos patios andaluces. Si seguía esos sonidos encontraba
siempre árboles colmados de frutas y algunos nidos con huevos de todos los
colores y formatos.
El agua tampoco era escasa en un arroyo serpenteante que
bajaba tranquilo desde la cima más alta saltando entre pedrizas hasta alcanzar
un lago donde pacía sereno mientras se escurría invisible en su particular
viaje al centro de la tierra y en sus aguas nadaban peces que iban desde el
tamaño de sardinas hasta otros mucho más grandes que con un cuerpo parecido a
la anguilas reinaban sobre los inferiores. Él los llamaba dragones y como San
Jorge de vez en cuando intentaba matarlos.
El día que mató el primero, su esfuerzo compenso el resto de
la semana. Pues su abundante carne además de deliciosa estaba cargada de
nutrientes al alimentarse de las otras razas y con sus dientes había fabricado
un desescamador que le ayudaba con las demás variedades y eso le chiflaba.
Lloraba la falta de carne que no fuera de algún pájaro
despistado que estuviera posado en alguna rama baja, porque recordaba los
festines de su antigua tierra, cuando de casualidad encontró a un pequeño cerdo
del estilo vietnamita. Correteaba entre los árboles y arbustos hozando entre la
fruta madura caída y sonrió ante esa gran suerte de haberlo encontrado, más no
cayó en la desesperación de la carne y se decidió a seguirle, su alegría se
colmó al encontrar unos cuantos más repartidos por los lugares más recónditos
de la isla hallando además a unas ratas moteadas del tamaño de pequeños
conejos.
Estaba perdido pero ya no le quedaba nada de pena. Se pasaba
el día sin más obligación que buscar su siguiente comida. Por precaución nunca
cazaba a las hembras, ni a todos los machos. Con el tiempo hasta logro
domesticar hasta una pequeña manada de gorrinos de los que se proveía con
descaro. Las cestas de fruta que les llevaba supongo que les hacía más
llevadero en trago y con descendencias de entre seis y nueve retoños, la
viabilidad estaba más que demostrada.
Aunque sólo, tenía fortuna y en sus años en la isla había
conseguido un juego de cacharros de cocina logrados con los caparazones de las
diversas tortugas que pasaban por la isla a desovar. Así que disfrutaba de los
ingredientes que la isla le ofrecía como pequeños tesoros que encontrar. La
vida pirata la vida mejor cantaba mientras se bañaba en las taimadas aguas del
lago dentro de pequeñas pozas donde los dragones eran incapaces de llegar. Los
días que se aburría cazaba uno atiborrando las zonas bajas de carnada de
pescado incluso de algunos de su especie.
Él lo llamaba punto caliente y con una lanza actuaba igual
que lo había visto hacer a las garzas antiguamente, echaba de menos no tener
una caña y sedal, pero en todo el tiempo que había pasado repudiado había hasta
fabricado trampas para langostas elaboradas con ramas y sarmientos. Y aunque
metal no tenía con las rocas ya había logrado un buen set de cuchillos. Así que
naufrago de alguna desgracia desconocida había encontrado en la misma pérdida
una salida gloriosa a sus años encerrado en una cocina.
Donde otros se hubieran negado a existir él disfrutaba por
su pasión por la comida que rayaba la glotonería de una nevera atestada de
alimentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario