Hubo una vez hace muchos años, un hombre que hacia hermosas máquinas
de volar. Ahora las llamaban aviones y servían para transportar a la gente
entre países o llevarlas a otros lugares del mundo alejados de donde se
encuentran. Pero Pedro las hacía para sí mismo y a pequeña escala, como si
fuesen juguetes del cielo.
No era tarea fácil, en absoluto, como todo lo difícil dedicaba
esfuerzo y tesón. Después de trabajar duramente se iba a su cuartel general que
era un almacén en un descampado, donde con sus hábiles manos hacia sus
manualidades con varas de ligera madera de diferentes especies, olores y
texturas… leía las vetas de sus siluetas, conocía sus historias… y luego usaba
papel para cubrirlas, manteniendo en silencio sin testigos lo que los listones
le contaban. Todo era tan delicado como hacer un sueño a base de nubes y cola
de carpintero.
Se necesitaba calma y concentración. Seguir los planos con
cuidado y esmero, prestando atención en los detalles. Siguiendo cada paso a
pies juntillas, porque podían ocurrir accidentes que sin posibilidad de herir a
ningún pasajero, podían en cambio hendir y socavar el orgullo de su fabricante,
incluso dar algún golpetazo algún incauto observador que dejase de mirar debidamente
al cielo.
Dicen que Pedro soñaba con volar por el aire junto a sus
obras, pero todas sus obligaciones le hacían mantener los pies en el suelo como
si fueran plomos de pescar. Primero el trabajo, después la familia,
eventualidades varias desconocidas entre los rumores y los sus hijos que nacían
uno tras otro. Las cosas le iban bien. Poco a poco lograba cumplir sus
objetivos y sus metas. Pero dejó escapar
sus sueños entre tantos proyectos complicados e imprevistos.
Ahora Pedro tiene muchos más años que entonces, pero sigue
mirando al cielo con sus ojos de gato como si fuera un niño, siempre llevando su pin de fenda perdido por
alguna chaqueta. Le gusta el aire del campo y cuidar sus árboles, como un
pastor cuida de su ganado. De vez en cuando asusta a los pájaros disparándoles sorpresas.
Quizás imaginando que lanza sus temidos aviones en post de esas molestas bestezuelas
que atormentan sus frutales al igual que una ruidosa jauría hambrienta.
Pero lo hace por divertirse, porque simple silbaba a sus pájaros
en los días de invierno cuando vivía en la ciudad. Quedan sus aviones colgados
en silencio de las paredes de su garaje. Guardando polvo y telarañas. Mientras amarillea
el papel de sus alas, que tantas aventuras les proporciono a sus hijos.
Persiguiendo sueños crecieron, treparon y riñeron por ver
quien cogía el avión primero. Pero no era un juguete… era un tesoro, algo que manejar con cuidado.
Al igual que la piedra filosofal, podía convertir cualquier objeto en oro
funcionaba de forma parecida aunque su alquimia era de otra manera diferente.
Al niño bueno le concedía sus deseos y anhelos, si se concentraba
lo suficiente y mediante duro trabajo y esfuerzo. Conseguía materializarlo,
tras gastar energía mezclada con tiempo. A los niños malos les quitaba el
sueño. Pero a cambio les daba el poder de soñar con los ojos abiertos mientras permanecían
despiertos. Dicen que eso no tiene nada
de especial, y que sucede de forma natural cuando estas relajadamente sobre un césped
mullidito o acurrucado en la cama.
Suena a duermevela de la noche, a sentir
los pies calentitos
y los parpados cansados. Cuando el indio Manolo trepa por las piernas y corre
por el pecho o la espalda. Ya es demasiado tarde para huir a ningún sitio que
no sea poner la cabeza en la almohada y hacer tu fuerte en ella. Construir dos
montañas que tapen las orejas para que no pueda mordértelas. Entonces llega el
sueño de los justos.
Nadie sabe si viene volando sobre un avión de madera o sobre
una grulla de papel digna del origami. Pero el sueño llega cuando las estrellas
salen a bailar en el cielo negro. Abajo lo hacen las luciérnagas que brillan
cuando ya no queda nadie despierto. Cuesta mucho encontrarlas, tanto o más que
a las diminutas hadas. Pero si te concentras y lo intentas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario