Llega el frío por la madrugada y se queda hasta bien
empezado el día, los armarios se visten de invierno y los árboles se tornan
nudistas llenando de ropa las aceras. Con los textos ocurre lo mismo, no es que
no quiera… sino que no puedo. Ahora sólo rompe el silencio el castañear de las
ideas y el crepitar de las hojas del suelo mientras los folios se amontonan en
la mesa sin que la tinta alcance siquiera sus márgenes.
No hay maldición alguna, ni es una enfermedad contagiosa ni congénita…
sucede como le pasa a las hogueras, cuando se acaba el fuego llega lentamente el
momento de hibernar y hasta que no se enciende de nuevo una llama en un sitio
donde pueda agarrarse, todo lo que empieza tímidamente se evapora entre una
densa humareda, demasiado húmeda como para prenderse por lo que se pierde entre
las sombras heladas. Y sigue esperando escondida en algún rincón inhóspito
donde se reúnen las demás decepciones.
Pero siempre germina un día que amanece con una calida
sonrisa y el fresco cielo rompe a llorar quizás dolido de no haber conseguido
poner fin a este largo verano… vertiendo de esta manera sus frías lagrimas que
limpian del cielo toda esa maldita basura gaseosa que desde el cielo debilita
sin distinciones a todo ser vivo, y sigue lloviendo algunas tardes y muchas
noches hasta que el firmamento se limpia de nubes negras y en su raso helado se
distinguen todas esas historias desechadas que en medio de la tormenta han
encontrado su sitio. Y ves conejos y dragones… también árboles y decenas de ardillas
y entre toda esa fauna escrita entre líneas aparece la locura que en cada ojo
fabrica su propio cuento que contarle de noche la bestia de la caverna que esta
dentro del pecho descansando placidamente.
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