Empezar siempre era fácil, terminar no lo era tanto… cuando
las teclas comenzaban a escucharse en mitad de la madrugada a veces era como
una tormenta de verano, corta y violenta o se aventuraba en forma de chaparrón
lento y constante sin dejarse un centímetro de tierra sin calar.
Aunque no hubiera rastro de ningún tipo de vacaciones ni en
el pasado reciente, ni tampoco en el horizonte venidero. Había logrado descansar
durante un poco esa vida tan rara que era la suya. Las noches seguían dándole
cuartelillo, los días no tanto. Muy pronto volvería a la guerra pero hasta
entonces disfrutaba de lo que era la nada. Nada importante que hacer ni
siquiera algún compromiso que cumplir.
Casi había logrado desaparecer del mundo en ese instante
cuando el mundo anda tan concentrado en restituir las rutinas abandonadas por
el verano que no se da cuenta de lo que ocurre justo al lado. El frío había
vuelto a parecer por las esquinas y las desesperantes noches de agobiante calor
acabaron por marcharse hacia ya semanas. Los resfriados eran la orden del día y
si te distraías un momento pescabas uno sin remedio.
Después de la tormenta, llega la calma era un dicho acertado
y también lo era su realidad que se cumplía a su vez en la viceversa, pues
desde hacia demasiados ciclos, vivía en lo que venia siendo su particular
montaña rusa parecida a la mandíbula de un carnívoro de la sabana.
El otoño llegaba con sus hojas muertas corriendo por las
calles abandonadas al ajetreo, incluso el sol se retira para amanecer más tarde
y anochecer más temprano. Llega la melancolía de los recuerdos, colocar
historias y almacenar cosas que no se hicieron en una lista que la mayoría de
las veces acaba en la papelera por descuido. Retoma lo perdido el viento y la
lluvia y las calles desiertas vuelven a decorarse con el atrezo de un invierno
no del todo desconocido.
Siguen sonando las letras, pero ya no se escuchan ni las
palabras brillantes, ni los minutos de oro, se llena de ausencias una novela
sin punto final hasta que la muerte venga a sacar a bailar a su último amante.
Pero no hay miedo, ni recelo… ni siquiera queda odio y si buenos y malos
recuerdos con los que gastar los segundos de silencio que puedan instalarse
entre el batir de estrellas y el sonido de las bestias que siembran las pesadillas
cada madrugada entre que el cuerpo se apaga y se enciende otro día.
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