Siete años matando asesinos en Rusia dejan hasta un país tan
helado desierto. El vodka crecía frenético
en los estantes sin su numerosa legión de seguidores sedientos después del
trabajo. Un país frio que sufría de alguna manera una enfermedad letal y
contagiosa. Cuando nos quisimos dar cuenta. Recibíamos hasta ofertas de la
competencia para liquidarnos a nosotros mismos.
A Némesis la idea le hacía morirse de risa. Nunca nadie podría
ponerle en contra mía. Porque al demonio de la sonrisa no puede matarle dos
veces la misma cosa. Némesis ya acabo conmigo la primera vez que baje al
infierno. Un muerto no puede volver a morir. Aquella vez me salve por un pelo
de un coma que duro un año, en lo que logre salir a nado del mismísimo Egeo.
Cuando acabamos en Rusia ya podíamos volver a casa, porque
de alguna forma extraña todo lo que sobraba allí había emprendido viaje a
España. Así que como buenos rastreadores, seguimos el camino de miguitas hasta
la costa este. Comenzamos en Barcelona y bajamos hasta el sur siguiendo la
autopista.
Comprobábamos el terreno palmo a palmo de forma milimétrica,
no había piedad ni descanso.
Tampoco dejábamos cabos sin atar.
Cualquier empresa era meticulosamente analizada, ya fuese de limpieza o un
burdel. Yo y mi sombra dorada, nos cerciorábamos de que ningún detalle pasara
por alto.
La mafia no tardó mucho en llamarnos la parca. Nos descojonábamos
de nuestro cariñoso mote, y lo usábamos con inusitada violencia. Cuando
entrabamos en acción ya no había cabida para las preguntas y los interrogatorios.
Repartíamos como un crupier en una mesa de apuestas. Todo el que estaba
presente recibía lo suyo por descontado. Nunca faltaba el plomo en esa maldita
pistola.
Las fuerzas del estado español, siempre llegaban tarde a las
reyertas, en parte para no verse mezcladas en la ensalada de disparos que se podría
como una virolenta tormenta surgida de la nada. Únicamente tenían dos
funciones, la de limpieza tras el debido atestado y para frenar de alguna
manera la oleada de extranjeros que bajaban hacia el sur presionados por el
embolo de la muerte.
La parca original portaba una guadaña, nosotros más originales,
llevábamos revolver y cuando el cargador se agotaba cualquier objeto se convertía
en útil hasta volver a recargar. Siete tiros generalmente daban siete muertes a
no ser que se dispararan a quemarropa que en ese caso había llegado a liquidar
a nueve con un solo cargador.
Entre ráfaga de disparos y ráfaga, se abría la veda al
asesino del día. En ese caso la imaginación entraba en vanguardia. Ceniceros,
sillas, mesas, botellas… no importaba el número, ni el género, quizás algo más
la especie o el material. Puesto que las barras de acero funcionaban mucho rato
por encima de la madera o el cristal por su resistencia.
No importaba nada aparte de jugar. Y en eso Dios sabe que
eran los mejores, al igual que dos eternos críos, se pasaban el día peleando
contra el mundo, salvo que en esa ocasión su genocidio se basaba en exterminar
todas las mafias que actuaban en la costa, sin que las fuerzas de seguridad pudieran
evitarlo. Y para nada era un campo de flores… aunque en los féretros de sus víctimas
abundaran.
La policía también nos seguía a nosotros porque a pesar de
ser una ayuda macabra, no dejábamos de ser delincuentes causantes de demasiado
alboroto como para permitirnos actuar tan libremente y con total impunidad. En
eso había dos vertientes. La vieja escuela a la que le agradaba la forma de
actuar y los novatos que soñaban con encumbrarse en la cima de capturar al
demonio de la sonrisa, como cariñosamente se nos había apodado.
En fin, toneladas de plomo después… y tras dar dos vueltas
enteras a la costa ibérica. Ya apenas quedaba nada coordinado de la mafia. Habían
salido escopetados hacia miles de direcciones pensando que así nada ni nadie podría
seguirles. Y en verdad algo de razón tenían. Era la hora de unas vacaciones…
Viajamos a Eivissa no por seguir presentando batalla, sino
para descansar y retomar viejas amistades. Una vez estuve en el infierno por mi
propia causa y otra por un accidente en el que me vi involucrado. Cuatro
vueltas de campana y una hora sin conciencia, suele hacer que a una curva
cualquiera del centro de la isla, se le pueda llamar hogar. Recuerdo despertar
en urgencias con la cabeza cosida de cualquier manera entre los baches y las
curvas. Mi frente sigue teniendo un agujero con la forma de un rayo que lo
atestigua.
Aterrizo en el aeropuerto y recojo mi equipaje… cuando
emprendo la dirección de salida, un guardia civil solitario me corta el paso pidiéndome
la documentación. Dentro de la maleta Némesis se revuelve, noto por el asa como
sus ansias vibran dentro de mi puño, con la mano libre busco mi cartera, en lo
que unas voces comienzan a escucharse a mi espalda. Espera, espera a ese no!,
escucho desconcertado.
El que me detuvo echa mano a la pistola en lo que el
desconocido de mi espalda llega a su lado y le detiene en su siguiente acto.
- -A este chaval no hombre! Si es Miguel Ángel…
- -¿Cómo? Le cuestiona
el interesado.
- -¿No te acuerdas que un día te conté lo del tío
muerto de la curva de San Carles?
- -Si claro…
- - Pues es este!!!. Bienvenido cocinero.
Sonriendo les doy la mano a ambos, mientras me despido hasta
la próxima. Les doy las gracias y les digo donde me hospedo para que puedan
pasarse a tomar algo. Némesis se relaja de nuevo en su cómoda funda. Hemos
vuelto a casa sin que el tiempo haya pasado.
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