Vivo en plena civilización, en ese lugar llamado metrópoli que
sobresale de cualquier otra urbe donde haya estado y aún así nada es distinto
de los otros sitios. La decadencia se escurre por las paredes de los edificios
antiguos contando en silencio el acaecer de los años pasados en balde.
Sigue oliendo al estiércol de las tardes de verano en mi
ciudad, pero ya no hay ni rastro de la fauna que antaño me rodeaba por donde
mirase. Ratas y cucarachas son los reyes de las calles y de las amplias
avenidas, todas nos ven y su defensa es que nosotros no. Pero nos siguen
acechantes al igual que los gorriones roban a los descuidados en las terrazas
de la capital. La naturaleza se abre paso mediante ejércitos despreciables al
ojo humano, pero de forma sostenible, no como nuestro caso en que lo asolamos
todo como lo haría una plaga o cualquier virus.
Dentro de mi sobrevive el lado salvaje… ese que no te hace
sentir cómodo en ninguna parte y te hace percibir el cambio desde la
intranquilidad, una parte insignificante del instinto que lucha por no apagarse
entre la tecnología y la vanguardia. El rescoldo de las llamas que nos servía
para ahuyentar la oscuridad al caer la noche. Bendita electricidad y a su vez
maldita factura de la luz y el gas. Arriba todo se ve más fácil, pero abajo
empieza a acumularse el barro que precede a las inundaciones.
El olfato no sabe de razas ni razones y a diferencia de la
vista, no se puede engañar, el oído le sigue en importancia como sabe cualquier
depredador. La vista sólo es útil a campo abierto o desde las alturas y debes
de tenerla muy aguda como para acertar a mil pies de distancia… Eso nos convierte
en no tan buenos como nos creíamos porque sin gps ni brújula estamos más
perdidos que un hijo de puta en el día del padre. Reímos sobre la superioridad
intelectual, y nuestras habilidades con las herramientas.
Pero deberíamos llorar porque hasta un elefante en celo es
capaz de reventar un todoterreno si le sale del mismísimo miembro y no mucho
peor lo tienen la mayoría de los felinos y los reptiles. Somos la ostia con un
fusil en las manos, pero no creo que fuéramos tan bravos usando una estaca o
corriendo.
Hemos robado durante años a la madre tierra y esquilmado sus
recursos a cambio de nada que no fuera contaminación, destrucción o guerra.
Llevado a especies a la extinción allí donde antes reinaban y a pesar de todo
seguimos llorando porque la crisis ha imposibilitado los créditos para obtener
una nueva casa, cuando posiblemente nos estamos cargando al planeta donde todos
vivimos sin pagar más renta que la propia vida. Se acaban los restos de la
navidad y todavía hay colgados que siguen intentando cumplir los deseos de año
nuevo para mejorar sus vidas cuando casi ninguno habrá pensado en devolver al
mundo algo de lo recibido.
Yo por mi parte seguiré cuidando todas las plantas y los
animales que caigan en mis manos porque si nos olvidamos del piso de abajo
seguramente no tardemos mucho en perder de vista las raíces que nos mantienen
sujetos al pasado. Sigo sin pensar en la Biblia como algo distinto a una
blasfemia encuadernada. Mientras espero fumando que Dios me abata con un rayo
desde la cima de alguna nube. El contador sigue puntuándome victorias día tras día
y si alguna vez caigo, volveré a levantarme para echar una revancha, no sea que
el diablo piense que no tengo valor para luchar contra el destino porque
siempre preferí ser un animal a una persona.
Los hombres sin aditivos no somos nada. En mi pueblo aun sigue oliendo a estiercol pero por el matadero que tengo enfrente.
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