Todo comenzó como otra vulgar noche cualquiera, salvo que el
cielo esta vez no era negro… sino que estaba cubierto por una deliciosa y
satinada sabana de nubes. La luna se escondía debajo de ella, dejando su
silueta vislumbrarse entre los poros. Su candor oculto era como el rescoldo de
un ascua de fósforo, blanco y luminoso.
Ella volvió a morderme como hacia tantos años atrás
suavemente pero sujetando, protegida entre las estrellas allí continuaba su
eterna cacería de los animales del horóscopo que ella misma concebía. La madre
de todos, la única amante de los lunáticos perdidos.
El castigo seguía siendo el de siempre. Condenado a no
dormir, a ser el testigo anónimo de la madrugada que recordara lo ocurrido
cuando nadie más lo intentaría, dueño de ese perro llamado insomnio que hostiga
por las noches para espantar al descanso… Ese equino errante que alguien confundió
por un unicornio o un Pegaso.
No, sólo era otro caballo, y la noche una de tantas desde
que inicio su marcha sin alivio, ni sueños pero tampoco pesadillas. Uno que
escapo de la cuadra mientras contaban ovejitas saltando la valla de madera.
Lo que funciona de pequeño, a veces no sirve de mayor y
cuando llevaba los corderos suficientes para elaborar un fondo que una vez reducido
inundara el mundo con su sabroso engrudo, decidió pues abrir la puerta desde
dentro para dejar escapar el ganado.
Entonces ya todos estaban durmiendo, y la ciudad no era
alboroto y bullicio, sino silencio y sombras moviéndose entre el viento susurrante
de la madrugada. Pocos son los que cabalgan de noche usando sus propias pezuñas,
montan en sus coches… en los de otros para alcanzar su casa, casi de forma automática
buscan la protección, esconderse de la oscuridad dentro de una confortable
cama, abandonando a los dioses a su destino en el firmamento.
Ya nadie mira el cielo salvo cuando los desahucian.
Y cada noche fue distinta desde aquel día, porque la soledad
retomó su horario diurno y dejo al silencio nocturno volver a contar historias
y cuentos con el tic tac de las teclas de un ordenador hastiado de escribir.
Regresó la voz del narrador a susurrar sus palabras al oído de quien seguía
despierto a tales horas y a aquel que conociese el secreto para no estar
cansado.
El único amante de la luna, es el que ya no intenta alcanzarla
para tocarla con sus infieles dedos, sino el que la respeta y la mima… el que
le besa cuando crece en el cielo jovial como una adolescente o también cuando
languidece antes de ocultarse.
No se necesitan mentiras cuando se mira desde la cima del
mundo.
Y sin darme cuenta acabe de nuevo en la fina arena de sus
pensamientos. Enterrado por todos los sueños evitando a su vez el engorro de no
recordarlo a la mañana siguiente. Acompañado por todos los que una vez
estuvieron solos y de esos que nunca tuvieron un amigo que no desapareciera.
Porque aunque a veces algo no este a la vista, no significa
que no exista o que no este presente. La luna ya sea nueva o vieja… llena o vacía…
alegre o triste siempre me recuerda que cada noche se crea una historia paralela
cosida al sueño de alguien.
Peter Pan sigue existiendo mientras alguien le piense o no
le olvide. Al igual que a todos los niños que quizás jamás llegaran a adultos o
los que sueñan despiertos mil veces mejor que cuando están dormidos.
Mil y una noches no son más que tres años de una vida
volando entre fantasías. Un breve suspiro o toda una aventura dispuesta a
contarse. Yo landa o aulagar de tomillos, romeros y lavandas que entierran sus raíces
en busca de la humedad. Que comen del sol y también de la luna mientras viven y
sobreviven al fuego… y también a las cenizas rebrotando como cada primavera
año, tras año. Eternos como una palabra hasta que se pierde en el tiempo.
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