Antes todo era tan sencillo como no parar, sino dejabas de
hacer cosas el tiempo seguía pasando frenético como el servicio, el sudor
recorriendo la espalda… las voces rugiendo en el ambiente contaminado por el
ruido ensordecedor de las campanas. El aire flotando caliente, metiéndose por
los pulmones y secándolos, volviéndote una esponja cada vez que el grifo te
llama.
Echo de menos las prisas y los agobios, sentirse el ultimo
hombre en una fila de fusilamiento. Sonreír delante de las cámaras y esperar el
fogonazo final cuando llegas a la meta. Gritar en silencio la satisfacción del
trabajo bien hecho a pesar de cambiar tu vida por unos desconocidos que tal vez
sólo pasaran una vez, o dos… o mil.
Las cosas buenas siempre vienen repetidas. Las cintas de casete
tenían dos caras cada cual mejor, así como donuts o el fuet, el buen sexo, las
semifinales y las finales, los pares e impares, los huevos con dos yemas por
supuesto los auriculares. Pero no los servicios de comida y cena, eso nunca fue
ni bueno ni saludable, dos combates por día convierte a cada jornada en
demasiado violenta y al final tu terminas siendo un guerrero de metal, sin más
alma que la batalla y ningún final que no sea el reluciente Valhalla.
Ahora veo el tiempo pasar, mil caras desconocidas se posan
en mí vista durante unos segundos antes de alzar el vuelo y desaparecer hacia
cualquier lugar del mundo de donde vinieran en su migración. Cien lenguas y sin
fin de historias adheridas a los zapatos de tantos turistas que cansan hasta la
mirada de un gran observador.
Transcurre el tiempo en cuenta gotas jugando a la baraja de
la sota, el caballo y el rey. El guerrero languidece luchando en el barro contra
el viento y el agua. No hay alfombras rojas ni honor en derrotar a la simple
milicia. Ni rastro de brillantes armaduras a cada lado portadas por hermanos de
sangre y también de metal, no hay respeto por los caídos ni vanagloria en las
gestas acontecidas a base de esfuerzo, sudor y tesón. Sólo números que cual
paja se amontona en los graneros, vital para la vida sin brillo ni valor en un
museo.
Pasan los días como empiezan a caer las hojas de los árboles
al igual que del calendario, noventa turnos son un suspiro para dar la vuelta
al mundo, suficiente para que cualquier necio reconozca sus errores y asimilar
que hay algunos lugares donde el alma de un cocinero se mustia con el vapor de
una freidora y una plancha tan pequeña como lo es un folio en blanco. Rezo por
que la muerte sobrevenga entre el publico y me lleve al otro lado. Al menos sería
benévola en una condena escogida sin pensar.
Por la noche vuelve todo a suceder como siempre, muchas
horas en blanco viviendo entre el silencio que me lleva a otra parte, allí
donde las alas tienen palabras y no plumas y mi sonrisa solo florece cuando sin
tener que hacerlo hago las cosas bien como sólo debería ser. Todos los atajos terminan
mostrando las debilidades, cada fallo deja constancia en algún lado. Nadie es
perfecto… pero si al menos no lo intentas, nunca sabrás si era correcto o no y
eso ya muestra constancia en algo.
Atado en mi pequeño cubículo con cadenas invisibles, veo
como pasa vida sin detenerse ni lamentarse, prosigue hacia delante sin
detenerse y levantándose a cada caída, casi por inercia. Miro al horizonte
hasta que el siguiente dios me invoque a su presencia como juglar de la corte, quizás
esta vez encuentre un genio al final de la botella o puede que tan solo a
alguien que sepa distinguir algo bueno entre tanto barro y harina.